MOROS Y CRISTIANOS

02. La leyenda de la Armengola

Recreación de Atanasio Die Marín

En el año de gracia 1242 en Orihuela convivían en paz diversos pueblos. Por un lado estaban los musulmanes, que eran valientes guerreros, poderosos terratenientes y geniales hombres de ciencia. Los cristianos, o descendientes del antiguo Rey visigodo Teodomiro, que se dedicaban al trabajo de la huerta y eran muy buenos labradores. Y por último, los Judíos que, en sus propias barriadas, se dedicaban generalmente al comercio. Siendo los musulmanes los que ostentaban el gobierno de la Ciudad.

El calor era sofocante durante el mes de julio y tan solo corría un poquito de brisa fresca en los patios del Castillo. La Guardia de la fortaleza, andaba preocupada, porque hasta la ciudad, habían llegado noticias de que el Rey castellano Alfonso V “el Sabio”, se acercaba con sus huestes hasta las puertas de la ciudad. Mesnadas sedientas de sangre que no dudarían en asaltar Orihuela y arrebatársela a los musulmanes. Mientras, en el corazón de los huertos, el amor continuaba sus pasacalles por los aleros de los establos y por el medio adormecidas veredas, a cuyos lados, brotaba esplendoroso la flor del agrillo como si nada ocurriera.

Una nodriza cristiana, que amamantaba al hijo pequeño del Alcalde Benzaddón, se encontraba en uno de los patios del castillo colgado, sobre unas cuerdas de cáñamo, la abundante colada del día. Su mirada era limpia y respiraba con intensidad mientras iba colocando los ropajes sobre las cuerdas. Por un instante observó el infinito y creyó ver humo a lo lejos. Esta joven y hermosa mujer oriolana, era conocida entre los habitantes del Castillo como… “la Armengola”. Amable y tolerante, “la Armengola”, era muy querida por todos. Hasta el último soldado solía saludarla con cariño y respeto cuando se cruzaban con ella.

Esta mujer oriolana adivinaba en los rostros de todos los musulmanes del castillo como una especia de mueca extra. Había, efectivamente, una gran inquietud en aquellos hombres mujeres. La tensión brotaba como crisantemos negros en el ambiente, e incluso, algunos la miraron esquivos y la dejaron despectivamente con la palabra en los labios. Cosa esta, que la molestaba terriblemente, porque ella era afable y muy cariñosa. “La Armengola” era tan bonita como una flor de verbena en una ventana.

El Gran Consejo del Islam se había reunido en el castillo y discutían sobre esta nueva guerra de religiones que se acercaba. Por uno de los ventanucos del salón del Consejo se escuchaba el canturreo de la nodriza, al mismo tiempo que discutían los consejeros, unos contra otros.

El muy anciano Aben Yamal abogaba apasionadamente por preparar a la ciudad para el combate. Y apuntaba con una inusual vehemencia, que no deberían quedar cristianos dentro de las murallas de la ciudad cuando el Rey Castellano llegara. El alcaide de la ciudad no creía que los cristianos de Orihuela supusieran una amenaza para los musulmanes. Siempre habían convivido juntos cristianos y moros. Siempre habían sido, ambas razas, respetuosas de los tratados de Teodomiro. Pactos por los que se había rendido la ciudad, muchos años atrás. Acuerdos, por los cuales, los cristianos, serían más fieles a su lugar de nacimiento… que a su religión. Y así lo aseguraba la canción de cuna que vociferaba “la Armengola” en estos momentos. Seguramente, dedicaba al morisco que amamantaba.

Después de mucho discutir…cuando el sol se había ya encaramado hasta lo más alto de las torres del castillo, se disolvió la reunión. Benzaddón caminaba cabizbajo y con la terrible garraspera que le producían las alergias veraniegas por un lado y por otro la preocupación. El Consejo del Islam, había acordado degollar a los cristianos que vivían en la ciudad. Al anochecer, Benzaddón debería bajar al Arrabal Rojo al mando de su guardia personal y pasar a cuchillo a todos los cristianos, cuando éstos, estuviesen durmiendo.

El Visir se cruzó con “la Armengola”. Sus miradas chocaron como una fuerte ola del mar contra las rocas del escarpado litoral mediterráneos. Ella bajó la vista por unos instantes y escondidamente se mordió con todas las fuerzas el labio inferior. Aquella mirada delataba el traidor. Benzaddón había alargado su cara y sus músculos se estiraban hacia el suelo pesadamente. Cara de perro. A “la Armengola” no le gustaban los hombres cuando ponían esa cara. Una expresión entre la inocencia y la estupidez. El Visir tenía la misma cara que ponía Pedro Armengol cuando arrancaba una muela o cosía un corte de corvina que posteriormente se infectaba y acababa con la vida del paciente.

El buitre volvió a pasar muy cerca de ellos. “La Armengola” intentó marcharse del patio. Pero él la detuvo cogiéndola por un brazo. Los hermosos ojos de la coriolana se mostraban inquietos. Y Benzaddón, después de preguntarle si su hijo se había alimentado bien, comenzó a lloriquearle y hablarle en una extraña lengua. Dialecto del desierto que el Alcaide había aprendido de sus mayores y que solo utilizaba para reprocharse algo. Apesadumbrado, Benzaddón, le contó a aquella dulce mujer cristiana las órdenes del Consejo. A lo mejor tratando de ser comprendido. Pero solo escuchó, por respuesta, el desprecio de la nodriza de su hijo y fuertes frases de rabia e ira.

Atolondrada, “la Armengola” bajó del castillo con un plan trazado. Al pasar por una encrucijada de callejuelas se encontró con el judío Jacob y ambos continuaron calle arriba. Un grupo de palomas se sobresaltaron y pintaron el cielo de sombras.

Los cristianos estaban muy nerviosos. De alguna manera presagiaban que tendrían que luchar en la guerra. Y en caso de tomar partido deberían de luchar por Cristo. ¿O, no? …

Los ánimos estaban crispados. La presión era mucha y el miedo, poco a poco, se iba apoderando de ellos. Algunos recordaron el fracaso del Alcaide Benzaddón en tierras de Alcaraz y lo que supondría para los cristianos la caída de Orihuela en manos castellanas.

Cuando “la Armengola” llegó acompañada por el judío Jacob a entrevistarse con los jefes cristianos, todas las posturas se precipitaron. La arrabalera escupiendo frases contó todo lo sucedido en el castillo. Fernando de Marca e Íñigo Darún vociferaron de rabia. El Visir les había traicionado. Había roto el pacto de Teodomiro.

¡Era la guerra!… La guerra de siempre. La de los humildes contra los poderosos.

De repente la cara de “la Armengola” se iluminó. Su frente tenía un brillo casi celestial. Fue entonces cuando propuso asaltar el castillo. Benzaddón le había prometido a “la Armengola” que tendría la puerta franca. Ella podría refugiarse de la masacre junto con sus dos hijas por orden del Alcaide. Debería de llevarlas al castillo a la media noche. Todo tenía que hacerse a esas horas. Se ampararían en las sombras y en vez de las hijas de “la Armengola” irían dos jefes cristianos disfrazados. Al llegar a la puerta del castillo matarán a los centinelas y las tribus podrán entrar en él y aprovechar la sorpresa para vencer. Después solo habría que resistir hasta que llegara don Alfonso. El plan se aceptó. Abrazos y buenos deseos circularon libremente por entre los humildes labradores. No faltaron las oraciones.

Era la madrugada del día en que los cristianos festejaban a las Santas Justa y Rufina. La oscuridad era caliente y pegajosa. Mientras se dirigían hacia el castillo, los murciélagos volaban inquietos. La luna brillaba sobre el lomo de un cielo negro. Silencio sepulcral. Sombras. Solo sombras por todas partes. A lo lejos se escuchaba la voz de los guardianes del castillo comunicándose que todo estaba tranquilo. Y pidiendo, con antiguos rituales guerreros a la noche inmensa, la protección del profeta.

Unas sombras temblorosas se dibujaron sobre las piedras de la puerta oeste del Castillo. Esa puerta que todos saben que da al Arrabal Rojo. No eran más de tres. Caminaban despacio. El silencio hacía que sus pasos se escucharan por todas partes. Detrás de los que se acercaban a la muralla la muerte saltaba de oscuridad en oscuridad.

¡Alto!… ¿Quién va?… tronó la hombruna voz de un centinela.

“La Armengola” y sus dos hijas. – Contestó con voz temblorosa y altiva la Cristiana.

Las puertas del castillo se abrieron y por ella escapó la vida de sus moradores. Los centinelas en unos instantes, al brillo de espadas y puñales, fueron muertos. Íñigo Darún y el de Marsa gritaron con todas las fuerzas de su corazón: “Libertad y Religión”. La noche rugió… Desde todos los rincones aparecían las tribus armadas entrando en el castillo. Pronto la luz del fuego manchó de rojos amarillentos el negro telar del cielo. Y los empedrados se tiñeron de un bermellón sucio y maloliente.

Los gritos eran aterradores. Las sierras se sobrecogían con la noticia de la muerte de Benzaddón a manos de Íñigo Darún. El judío Jacob permanecía caído sobre unos escalones de mármol, mientras contemplaba, con los ojos bañados en lágrimas, el último fulgor de las estrellas. Tenía una herida profunda muy cerca del corazón.

En medio de todo este caos apareció “la Armengola” con algo entre sus brazos. Huía del mundo. Escapaba de las águilas sanguinarias del destino. Todas las puertas las encontraba cerradas. Cadáveres y cráneos destrozados por todas partes. Con sus brazos trataba de proteger al hijo que amamantaba. Al hijo de Benzaddón. Al morisco que confundía con el calor de su propio hijo. A aquellos agrandes ojos negros que la miraban confusos y esperanzados.

Íñigo Darún no podía más. Las fuerzas le fallaban… al judío Jacob había que ayudarle… Otro morían sin consúelo. Muchos. Todos morían… ¿Dónde estaba Dios en medio de aquel exterminio que nadie había querido?

De repente “la Armengola”, sintió como le ardía el pecho. El dolor de un fuego intenso en su regazo la obligó a encaramarse en una de las almenas. Miró al cielo, trató de descubrir alguna luz en el infinito inmenso que le señalara un camino. Gritó el nombre de Alá varias veces mientras le mostraba al morisco entre pañales. ¡Llévatelo! Exclamaba entre gemidos. Pero las estrellas permanecían calladas. Fue entonces cuando, levantando a la criatura por encima de su cabeza, la arrojó al vacío. “Sigue el camino de tu padre”, se repetía dolorida. “Dónde va el padre debe de ir el hijo”, balbuceaba entre lágrimas y mientas se quedaba sin alientos.

Todo había terminado. El castillo estaba en poder de las tribus. De los labradores. De los humildes…

Por entre las sombras alargadas, cientos de heridos señalaban las almenas del castillo… maravillados… transfigurados… con el sabor a sangre todavía en sus bocas… Apuntaban con sus índices temblorosos hacia las almenas del castillo. Afirmaban en un clamor, que las Santas Justa y Rufina, Patronas de la Ciudad, brillando como unas luminarias mágicas habían recogido el cuerpo del morisco que “la Armengola” lanzó al vacío, evitando de esta manera que se estrellara contra las rocas y apiadándose, seguramente, del dolor de su nodriza. Y después, cada una en una torre, indicaban el camino a Don Alfonso, para que, en medio del negror profundo de la noche, llegara con prontitud al lugar.

Orihuela, gracias al sacrificio de sus hijos, ya era cristiana. Y por eso, en la noche del dieciséis al diecisiete de julio, todos los oriolanos recordarán esta leyenda colocando en el balcón principal de su casa, estén donde estén, dos luminarias que representan a las Santas Justa y Rufina protegiendo a los oriolanos en aquella noche descomunal. En recuerdo de aquella noche en la que la valentía y astucia de una bella oriolana salvó de una muerte segura a los cristianos de Orihuela.